domingo, 29 de marzo de 2020

La lección de Alberto

¿Qué diferencia un hecho real de uno de la ficción? Que el hecho real sucede o sucedió efectivamente y el de la ficción, bien puede suceder. La historia que voy a contar no es de la ficción, es real, sucedió en el año 2001, pero bien podría ser ficción. El encadenamiento de los hechos y su resolución le da un cariz irreal, fantástico, fantasioso, pero es verdad, sucedió.
No encuentro razón para poner el personaje en tercera persona porque soy yo el protagonista, sin embargo, algunos nombres es menester cambiarlos; no es ya necesario condenar a alguien por sus actos después de tanto tiempo, lo importante es lo que la historia narra y la conclusión que podemos obtener de ella, su moraleja.
Era marzo de 2000, época muy atribulada en Buenos Aires, mucho más que ahora, agosto de 2019. Tenía algunos pesos/dólares guardados y por recomendación de mi amigo Nelson decidí financiar a un empresario de la industria metalúrgica en operaciones de compra y venta. Vulgarmente se los llama chatarreros. Estaba a punto de abandonar mis funciones de asesor de directorio en un banco y pasé de tener una reunión con un director el martes, a cargar un camión con aluminio y cobre el miércoles en la cooperativa de energía eléctrica de Mar de Ajó. Siempre me caractericé por ser muy versátil.
El acuerdo con este empresario era: te doy el dinero para comprar los metales, vos los vendés y te quedás con el 30% de la ganancia. O sea, yo asumía todo el riesgo y él, sin poner un centavo obtenía su ganancia.
Algunas primeras compras y ventas fueron exitosas aunque los pagos comenzaron a demorarse hacia mediados de año. Viajé con la familia de vacaciones de invierno con la promesa de mi socio que, al regresar, tendría el pago. Sin embargo, pasaron los meses y el pago no ocurría.
Alberto, digamos que se llamaba Alberto, era una persona muy educada, con una buena esposa y dos o tres hijos. Vivía en una casa muy linda en el conurbano de Buenos Aires y mantenía largas conversaciones conmigo acerca del futuro de su familia y del país que teníamos. Hasta aquí, preocupaciones normales de todo argentino desde hace 70 años, más o menos. Por lo menos desde que se decidió adoptar el esquema de sustitución de importaciones en nuestra economía, lo que produce invariables crisis periódicas que nos ponen en el mismo lugar que unos años antes. Pareciera que siempre sucede lo mismo, que vivimos en una especie de espacio mítico, idílico, pero desgraciado. Es como que estamos en un proceso de eterno retorno, pero no al nido o a la inocencia primordial, sino al momento que el ser humano comió la manzana y descubrió que estaba solo en el mundo.
De todas formas, las palabras de Alberto no resultaron inocentes, nunca son inocentes.
Llegado a enero de 2001, recibí de Alberto una serie de cheques que, no era necesario ser abogado para determinar que los mismos eran incobrables. Imagine usted en enero de 2001 un cheque postdatado a marzo, librado en la provincia de Formosa.
Los cheques me eran permanentemente sustituidos por nuevos cheques de las mismas condiciones y mi inquietud iba en ascenso.
Llegó el día entonces, miércoles 28 de febrero de 2001 por la mañana, hablo telefónicamente con Alberto quien me dice, quedate tranquilo que el viernes te cancelo la deuda, eran cuarenta mil dólares; accedí a esperar al viernes.
El día viernes 2 de marzo, en la oficina de mi amigo Nelson, mi asesor de inversiones, llamo al celular de Alberto; me atiende una persona que me dice que ese no es el teléfono de Alberto; le digo que no puede ser y me dice que si puede ser; es más, no era la voz de Alberto. Corté y le dije a Nelson, no tiene más teléfono.
Mi inquietud se veía a simple vista al punto que mi asesor de inversiones Nelson me dijo, vamos mañana a la casa a hablar con él.
El sábado 3 de marzo de 2001 fuimos hasta la casa de Alberto. Bajamos de mi camioneta ridículamente vestidos Nelson y yo con un pantaloncito blanco y la camiseta de Brasil, ¡iguales! Toqué timbre y a los pocos segundos, por entre la persiana barrio aparece un señor mayor y me pregunta qué deseo. Le dije que buscaba a Alberto a lo que me responde que en esa casa no había ningún Alberto.
Conocía esa casa y era la de Alberto por lo cual no podía ser que no hubiera ningún Alberto. Descreído y ya un poco vehementemente le dije que llamara a Alberto porque iba a buscar a la policía. Tras ese pequeño incidente salió un joven de unos cuarenta años muy amable y me contó que ellos eran los nuevos propietarios de la casa, que la habían comprado el martes 27 de febrero con todos los muebles a la familia que vivía antes: la familia de Alberto.
Agradecí su sinceridad, subimos con Nelson a la camioneta y le dije, vamos hasta la casa de la madre a unas pocas cuadras, allí tiene el galpón con la mercadería y el camión. Bajamos y espié por el agujero de la cerradura hacia adentro del galpón. Si, efectivamente, estaba vacío, ni la mercadería ni el camión ni nada. Subimos nuevamente a la camioneta y espeté a Nelson, se fue a ¡España!
Hacía unos meses Alberto me había comentado que tenía intenciones de irse a vivir a España por el futuro de sus hijos. En ese momento lo tomé como un deseo motivado en la situación del país, aunque sentado en la camioneta luego de espiar por la cerradura me di cuenta que había sido una confesión.
Nelson me acompaña siempre en mis impulsos así que inconscientemente nos fuimos rápidamente al Aeropuerto internacional de Ezeiza a buscar información.
Fui a Iberia y a Aerolíneas Argentinas y preguntamos si había viajado una familia con el apellido de Alberto y me comentaron que no podían ver si habían viajado, pero si me podían informar si iban a viajar. En ambos casos no surgía de los listados de próximos pasajeros el apellido de Alberto.
Me quedaba una última instancia, mucho más difícil, pero valía la pena intentar; nos acercamos a Migraciones, así vestidos de jugadores de la selección de Brasil y le comenté al funcionario que me atendió, que una persona se había ido del país con mis cuarenta mil dólares y que los quería recuperar, siempre esas circunstancias generan empatía. Luego de llamar a su jefe, le pasé el número de documento y me dijo, si, se fue el miércoles 28 de febrero; a España le dije, me contestó que no me lo podía decir, pero su gesto fue de asentimiento, ok a España contesté, muchas gracias.
A esa altura ya tenía un dato, se había escapado a España. Exacto, escapado, esa es la palabra adecuada. El problema es que España tiene más de quinientos mil kilómetros cuadrados, cómo encontrarlo. Si se iba a Madrid u otra gran ciudad, cómo saber de él. Tenga en cuenta lector que en 2001 los celulares no tenían roaming, no había redes sociales, la internet era más limitada, no existía Google, aunque muchas veces la decisión puede más que todo.
Alberto tenía un hermano con una casa de sanitarios en la Boca al que fuimos a visitar con Nelson el día lunes, se lo notaba muy preocupado y escuchamos por un buen rato sus lamentos y su desconocimiento del paradero del hermano. Que no sabía si se había ido a Mendoza, que su esposa, con sus hijos, habían ido a otro lado y otros relatos que sabía que eran fábula.
Luego de escuchar atentamente sus mentiras y dejando que hable para que tome confianza, lo interrumpí diciéndole que tenía información fehaciente que su hermano estaba en España y que había viajado el miércoles 28 de febrero. Se quedó helado. Al punto que me confesó sorprendido y con miedo que habían ido con familiares y amigos en un micro a despedirlo.
Le pregunté dónde estaba y me dijo que no sabía, que lo único que me podía decir era que en el Aeropuerto de Barajas lo estaba esperando su primo Javier Colet (digamos que se llamaba así para no revelar su verdadero nombre, que recuerdo perfectamente) y nada más y que su primo era profesor de paddle.
Nos fuimos con Nelson un poco más cerca, pero también un poco más lejos. ¿Cómo encontrar a una persona en España?
Llegué a mi casa y subí a la computadora. Allí, abrí el Altavista, el navegador que usaba en esa época y comencé a buscar. Luego de muchas páginas en las que no hallaba indicios, llegué a la última, en esa época había una última página de búsqueda, hoy son infinitas. Allí, casi al final leí, “Profesor Javier Colet, profesor de paddle del Colegio SEK El Castillo de Madrid”. Tomé el número de teléfono del colegio y bajé corriendo para que mi esposa llamara; una voz femenina iba a ser menos sospechosa para el prejuicio general. La atendió alguien que reconoció su acento argentino, era otro argentino que le comentó que el profesor estaba en el polideportivo y le dio el número. A este nuevo número llamé y me atendió el profesor. Me presenté como un amigo preocupado de Alberto que quería saber algo de su estado actual, cómo había llegado, dónde estaba, etc. Javier Colet me comentó que lo había ido a buscar a Barajas y lo había dejado a él y a su familia en La Cañada y que recién lo vería el próximo domingo. Le agradecí, corté y subí corriendo a la computadora a buscar en Altavista ¿qué era La Cañada?
Villanueva de La Cañada es una urbanización de la periferia de Madrid hacia el noroeste. Allí se encuentra ubicada la Universidad Alfonso X El Sabio, por lo cual es una pequeña ciudad de universitarios que en esa época era parte del boom inmobiliario de España, con cientos de edificios en dúplex completamente vacíos que esperaban ser habitados. Hoy, seguramente esos inmuebles siguen vacíos.
El hermano de Alberto, en su consternación ante la revelación de mi conocimiento acerca de su paradero me había comentado que su cuñada creía que había conseguido trabajo en un lavadero de ropa. Así, sabía que Alberto estaba con su familia en Villanueva de La Cañada y que su esposa, probablemente trabajara en un lavadero de ropa.
Ante esa situación mi impulso fue decir, ¡me voy a España!
¡Se lo comenté a Nelson quien rápidamente me dijo ¡vamos! y rápidamente me dijo, ¡tengo vencido el pasaporte!
Eliminado Nelson, había varios interesados en acompañarme a Madrid. Si hubiera tenido que ir a buscar a Alberto al Amazonas seguro iba solo.
Allí apareció un número puesto; Laurita. Ella te acompaña me dijeron. 
Laurita es mi cuñada, era mi cuñadita y trabajaba en un banco en esa época. En el sector de escrituraciones. Le dijo a su jefe que iba a hacer trámites a La Plata. Fue un trámite de 5 días y un poco más lejos.
El lunes 5 de marzo saqué dos pasajes a Madrid para el martes 6 de marzo en el avión de Iberia de las 13,30 hs. Alquilé un vehículo desde Buenos Aires.
Tomé conciencia de la locura que estaba cometiendo, arriba del avión cuando estaba sobrevolando Brasil. Me dije, qué estoy haciendo acá arriba yendo a Madrid a buscar a una persona, cómo lo voy a encontrar. Hoy reflexiono acerca de ese pensamiento y me doy cuenta que muchas empresas se llevan a cabo impulsadas por actos de inconsciencia, por actos que si los razonáramos un poco más no los llevaríamos a cabo jamás.
Arribamos a Madrid bien temprano en la mañana y retiramos el auto. No había GPS así que con un pequeño mapa pusimos proa hacia Villanueva de la Cañada. Tomamos la M-30 y salimos en Las Rosas hacia Majadahonda, pasamos por Villafranca del Castillo, para llegar a finalmente a Villanueva de la Cañada. Entramos por el Camino Real y dimos unas vueltas por un pueblo desolado ya que en esa época del año en la universidad no había clases. En una calle con un pequeño boulevard vimos un lavadero de ropa en el que suponía podía trabajar la esposa de Alberto. Dimos otras vueltas y vimos un bar abierto para comer algo; el mediodía estaba cerca.
Sin embargo, decidimos ir hasta un teléfono público que había por el camino real, a la entrada del pueblo, para llamar a Buenos Aires y avisar que habíamos llegado bien, ya que como es sabido, todavía no existía el Flight Radar para conocer el trayecto del avión, su altura, velocidad, marca, número de vuelo, ni WhatsApp, ni Facetime ni toda la información que hoy tenemos.
Llamamos a Buenos Aires, avisamos de nuestra llegada y decidimos ir para el bar a almorzar.
La existencia del ser humano está llena de incógnitas. Seguramente esas incógnitas tienen una explicación, aunque todavía no la podemos dar; en realidad si la podemos dar, pero no podemos validar nuestro juicio, no lo podemos justificar.
¿Existe el destino o nuestras acciones son producto del libre albedrío? Filósofos, religiosos, poetas han dirimido a través de los siglos estos dos ámbitos sin llegar a una conclusión definitiva. Todo lo que ocurre es necesario decía Spinoza. El problema es que no podemos conocer de antemano esa necesariedad. Conocemos post facto. Solo los profetas hace ya muchos siglos tuvieron un conocimiento anterior de los sucesos.
Lo cierto es que un hecho insólito que solo podemos calificar como azaroso ocurrió al salir de ese teléfono público sobre el Camino Real de La Cañada.
Borges en su poema dedicado a Alfonso Reyes nos dice en sus versos iniciales “el vago azar o las secretas leyes que rigen este sueño, el universo…” y yo puedo decir lo mismo en este caso; ¿lo que ocurrió es atribuible al vago azar o a las secretas leyes que rigen este sueño, el universo? 
En efecto, subimos con Laurita al auto, tomamos el camino Real y decidimos doblar en la calle con un pequeño boulevard en el medio. Al girar a la izquierda, en la esquina, a pocos metros de la parada del ómnibus, vi un hombre parado con el rostro mirando hacia ninguna parte, con un diario y una carterita bajo el brazo. Estaba esperando, como quien espera el ómnibus, pero me estaba esperando a mi. ¡Era él! Era Alberto, estaba ahí, solo habían pasado dos horas de mi llegada a Europa, a España, a Madrid y ya lo había encontrado. ¡Le grité a Laurita, ahí está! Fue increíble, paré el auto por la calle del boulevard, sin que me viera, bajé desesperado y crucé el boulevard atravesando un alambrado que tenía para proteger unas plantas como quien entra al ring. Me desplacé por detrás de una camioneta Volkswagen blanca, esas a las que llamamos pan lactal y lo acometí desde un costado. Lo tomé fuertemente de su brazo izquierdo a la altura del bíceps y le espeté. ¡Te encontré, estafador! Alberto me miró con una cara entre la resignación y el estupor y me dijo: “Me encontraste”. Una semana exacta desde su huida, lo había encontrado. Creo que es cierto lo que pienso, ahora me doy cuenta, me estaba esperando. Estaba esperando que lo encuentre. 
Me prometió que me devolvería el dinero, que le diera un año de plazo. Esas pavadas que decimos cuando estamos acorralados. Lo amenacé con nada, le dije que lo llevaría a la policía y que Interpol lo devolvería preso a la Argentina. Le ordené que me acompañara y subiera al auto. Laurita pasó rápidamente al volante, él subió atrás y yo de acompañante. El intentó alguna explicación y Laurita se puso áspera, la miré sorprendido y pensé, ¡qué brava que es!
Fuimos al bar y saqué lapicera y papel y le hice firmar dos pagarés por la deuda con la fecha antedatada y en la ciudad de Buenos Aires, de otra forma tendría que haber hecho el juicio en España. Por lo menos ya había conseguido algo. Algún derecho hereditario tenía en Argentina que me permitiría cobrar la deuda en caso que no lograra llevarme el dinero de España.
Finalmente le propuse llevarlo a su casa y me comentó que vivía en otro pueblo, en Quijorna, distante seis kilómetros de La Cañada. Lo llevamos y lo dejamos en la esquina de su casa. Vivía en la calle Quejido 16. Me pidió que al otro día a las ocho horas pasara a buscarlo por el mismo lugar donde lo estaba dejando y me prometió que iríamos al banco a sacar el dinero para cancelarme la deuda; no quería que me viera su esposa. Asentí y respeté su situación, aunque estaba decidido firmemente a volver con el dinero a Buenos Aires.
Cuando nos fuimos sentí un momento de zozobra. Pensé, me vine hasta España, lo encontré y ahora lo dejo ir así nomás; se va a escapar esta noche y no lo encuentro más y me voy a sentir peor todavía.
Fuimos a desayunar con Laurita y a pasear a Madrid durante todo el día. Ella sí aprovechó el viaje, pensar que unos pocos años antes nos decía que no tenía ningún interés en conocer Europa. Era la época que escuchaba Erasure.
Al otro día, a las ocho en punto de la mañana llegamos a la esquina que habíamos dejado a Alberto el día anterior, realmente con poca expectativa de verlo aparecer. Por dentro estaba convencido que se había escapado con su familia a la noche. Pensaba que podía haber huido a Portugal o bien a una región alejada de España.
Sin embargo, a las ocho y cuarto aproximadamente, veo un hombre a lo lejos que venía caminando. Cabeza gacha, paso lento y cansino, derrotado. Subió al asiento del acompañante -Laurita se había pasado atrás- y me dijo “¡Se pudrió todo! Mi esposa no quiere saber nada de pagarte.”
Arranqué el auto y le dije, “vamos para tu casa”. Allí, apoyada sobre la mesada de la cocina estaba la esposa de Alberto. La vi por la ventana; estaba llorando. Pasamos, la saludé, le expliqué la razón de mi llegada a España, lo entendió, la paré a Laurita que seguía áspera y convinimos en que me darían el dinero.
Laurita volvió antes, yo me quedé una semana hasta que venciera el plazo fijo para llevar a Alberto y su esposa al banco a fin de que me devolvieran el dinero.
Estuve todo el día caminando por la Gran Vía con los dólares en el bolsillo. España todavía no era miembro de la comunidad y no existían los euros.
A la noche del jueves 15 de marzo tomé el avión de regreso a Buenos Aires. Sentado en la butaca del avión venía pensando, satisfecho por haber terminado esta historia de forma positiva, en Alberto. Creo que la culpa por su conducta hizo que lo encontrara; durante mucho tiempo creí que si alguien roba es ladrón o si estafa es estafador. Hoy no estoy tan seguro. Hoy estoy convencido que Alberto tomó una decisión muy errónea para su forma de pensar y que esa circunstancia lo llenó de culpa. Esa culpa lo hizo vulnerable y lo hizo muy visible. En realidad, hoy creo que el me estaba llamando para redimirse, para cumplir con su deuda conmigo de una u otra forma. Espero que Alberto haya encaminado su vida, se había equivocado y el universo le dio una gran lección.







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