miércoles, 20 de julio de 2011

Empezamos con un cuento: Rue du Simplon

El tren TGV se detuvo por unos minutos en un pequeño pueblo rumbo a la baja Normandía. Hacía unos momentos venía avanzando lentamente con sus motores apagados, como quien se desplaza en puntas de pie para no alterar la calma dominical del lugar.
Dos mundos se encontraban y por un instante intercambiaban sus miradas. El mundo pueblerino; sereno, apacible, quieto y el que representaba el tren, que si bien también transmitía calma - los pocos pasajeros que compartían el vagón conmigo se esforzaban para hablar en voz baja y hasta comer sin hacer ruido- era un mundo en movimiento, fugaz, rápido, que busca nuevos horizontes sin detenerse más que unos pocos minutos para que alguien se suba a su frenesí.
El mirar por la ventanilla me produjo una extraña sensación; siempre me ocurre cuando viajo en tren. Me sitúo en esos lugares que observo, me pregunto cómo sería vivir allí, con esa tranquilidad, incluso con esa seguridad. Los extraño sin haber estado nunca. Mientras mis ojos observan el exterior, también veo mi rostro reflejado en el vidrio y esa doble imagen me sumerge aún más en el interior de mis pensamientos y sentimientos.
Afuera, las casas antiguas con muchas flores y plantas que las adornan. Un pequeño cartel anuncia que estamos detenidos frente a la "Rue du Simplón". Toda un paradoja. Afuera lo simple, lo cotidiano, todo un mundo que genera sensaciones y, entre ese mundo y yo, se refleja mi rostro. En mi rostro reconozco la complejidad del ser humano. La Razón, que nos ayuda tanto y a la vez nos aleja tanto de lo simple y lo cotidiano. La contradicción entre lo deseado y lo vivido. Vivimos a gran velocidad para alcanzar la tranquilidad. El hecho de utilizar nuestra Razón para buscar tranquilidad cuando la tranquilidad está ahí afuera. Solo basta bajarse del tren